lunes, 28 de septiembre de 2009

Lluvia



El tren discontinuo de la lluvia sigue su línea.
Vertical.
Miras al cielo, enfocando tu admiración.
Tu olfato, admirado por el espectáculo,
Sale a retozar sobre el perfume de tierra mojada.

No hay nadie en el río de la ciudad.
El agua se hace dueña del blanco espíritu,
De la actividad imparabe de la urbe, inexorable.
La calma sobreviene al frío que encoge de pura paz.
Y el gris del cielo cubre el iris de tu telón.

Baila el vals de agua y tinta indeleble,
Esperando en la acera a que la riada acelere tus pulsaciones
Lo suficiente como para empujarte a cruzarla.
A nadar en el aire.
Atravesando la distorsión donde se juntan cielo y tierra.

El mar del cielo hace el amor
Con la fuerza que lo atrae,
Lluvia, hija furiosa y pausada de dioses,
La perla gris que golpetea tu frente,
Obedeciendo sumisa a la terca gravedad.

Suave es el movimiento disperso de tu cuerpo.
Allí donde todo está unido por ti, lluvia,
Donde tu llanto pacífico teje cordeles de plata
Y estallan tus latidos en el lienzo azul.
Entre gritos, entre luces, o entre silencios.

El agua nos ama, nos ahoga, nos da de comer, nos arrastra.
Sientes la armonía con el repicar dulce,
Eres capaz. Apagas la sed ardiente de tu lengua nacarada.
Tu cara es el libro donde se lee tu alegría,
Ese fulgor inquieto que te da en el pecho cuando llueve.

Por verla.
Cómo cae.
Cómo todos se refugian.
Y la calle queda en privado
Para bañarse en lluvia y relucir como antaño.

Y nos nubla... La lluvia, en un borrón donde el aire es espeso, gris, tranquilo, arrullado por los truenos de su padre... El dulce otoño te abre las puertas a la nostalgia, al recuerdo...
Al ayer de una foto en blanco y negro. De un día triste, donde la lluvia intentó hacerte compañía, al lado del ramo, delante de la cruz, bajo el ataúd en el césped húmedo. Lluvia de aviso; pronto el rocío despertará tu piel y flotará funambulista entre tus pestañas para avisarte de que por fin viene el arco iris... Lluvia que te acuna, limpiando tus lágrimas, intentando en vano diluir tu tristeza en seda de agua argentada... Consolándote.

"No siempre llueve a gusto de todos..."

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Habitación del alma



No vamos a negárnoslo. A veces es difícil saber, saber seguir, saber dónde está el suelo, dónde poner el pie. Ser fuerte ante la nada incierta.
Lo que queda después de las cáscaras de las cáscaras de cada uno de nosotros, es una persona individual. Sola. Somos un conjunto de conjuntos de conjuntos. Un ordenado cúmulo de amaneceres y ocasos fríos, alejados del tiempo, de la rosa. En una burbuja donde las agujas de los relojes no nos rozan encontramos una vivienda placentera, en la que al fin y al cabo no cabe más que uno.
Cómo abrir puertas es un trabajo duro. Para cerrajeros de almas. Para domadores de soledades. Uno mismo pocas veces puede hacerlo solo. Siempre se consiguen desengrasar los goznes y desentumecer los picaportes con el calor y la saliva de la persona amada. Pero siempre es complejo ordenar y limpiar esa habitación, donde nosotros mismos hemos vivido solos durante tanto tiempo, acurrucados entre mantas de sueños y peluches de deseos. Las ilusiones andan, como canicas, desperdigadas en la penumbra del desamparo. Los libros y los papeles olvidados invaden las mesas amontonándose como pequeños torreones, donde se encuentran todos los recuerdos de nuestra vida, algo parecido a un disco duro sin desfragmentar. Un lugar para no encontrar, para no buscar, no vivir. Cuando la persona amada entra, tiende una mano. Nos ayuda a erguirnos en toda nuestra estatura, a desempolvar nuestros andrajos, nuestra vieja imagen mantenida siempre puertas afuera, nos trae todo el equipamiento y el acoplo de valor para comenzar a poner orden en el desván donde hemos vivido. Un nuevo piso compartido.
Así es como surgen las emociones más nobles, las relaciones más puras, uno de los pocos terrenos donde el ser humano se consiente darse el lujo de ser uno mismo, de estirarse en su dulce bondad, de dar todo aquello que siempre apreció, para por fin dejar de mirar por sí mismo. Poco a poco, cada uno de nosotros aprende a unir. A coser pequeños hilos de seda, caminos entre corazones que ya no saben latir sin pronunciar un nombre. Intercambiamos las llaves de nuestras habitaciones. Ya no importa nada, estamos invitados a pasar noches como vidas, vidas como noches. Podemos acudir cuando queramos.
Entonces surgen esos momentos de caramelo, esos instantes en los que nos quitan suavemente los harapos, y deslizamos nuestra vida hacia la persona amada para hacer desaparecer sus ropajes, un toque de tibia violencia, cualquier sabor parecido a la canela y la vainilla. El sonido pálido y murmurante del roce de los andrajos de nuestras falsas imágenes cayendo alrededor de los dos. Ese preciado segundo en el que cuerpo, mente y espíritu se hacen uno. Esa fracción de vida que esperábamos desde que nacimos, arrancados de la comodidad para despertar en la realidad que nos ha tocado por sorteo.
Pero el tiempo pasa, el polvo flota, el deber nos llama. El amor es una batalla contra el tiempo y el espacio. Se pueden vencer muchas batallas, pero la guerra parece una sentencia de pérdida, como aquélla que cualquiera mantiene con la muerte. Acallamos esa parte del cerebro que siempre tiene un alfiler a mano para pincharnos el trasero, de manera grosera, impertinente y desgraciadamente cierta. La lógica y la visión de la experiencia del resto, otrora una utilidad, suele ser una molestia. Tanto tiempo de soledad nos deja estigmas en lugares tan extraños y recovecos tan profundos que poco podemos hacer para llegar hasta ellos y curarlos. Los hilos son finos, la piel, sensible. Y el cerebro olvida fácilmente el valor de las cosas que posee, de la felicidad que tiene en el momento presente. Se acostumbra a la felicidad igual que se acostumbraría al dolor o al miedo.
Y el hilo se deshilacha, a fuerza de tirones, de latidos bruscos del corazón, de pequeñas arritmias provocadas por ligeros instantes de inseguridad. Por momentos en los que otro ente se apodera de nosotros para hacernos decir cosas que luego lamentaremos, o hacer cosas que la persona de la habitación sellada nunca pensó que podría hacer. Errores que nunca creyó que cometería. Hay un núcleo que se hunde como una piedra en un estanque, a medida que nos fusionamos con el otro. Y bucear para no dejarla hundirse del todo requiere alejarse de la persona amada, que espera al borde del estanque, contemplando las aguas sin saber por qué las ondas de su superficie le devuelven sólo su reflejo estupefacto.
Las cosas ocurren, desgraciadamente, así. Cuando el hilo se rompe perdemos el equilibrio. Somos inconscientes de que el hilo es una ilusión. Y nos alejamos. Devolvemos nuestras respectivas llaves, nuestras pertenencias, y cerramos bien fuerte la puerta, para poder estar tranquilos sin ser molestados mientras encerramos en baúles las libretas compartidas. baúles que no tienen espacio en una habitación tan pequeña. Que no saben pasar desapercibidos a nosotros.
Si sólo fueramos conscientes de que el enamoramiento es el hilo que se rompe, podríamos dejarnos caer en la tela que hemos tejido a espaldas del otro como regalo de aniversario. Y volver. Volver para amar. Para vivir sin soledad.
Empezar a amar de verdad es como empezar a comer con menos sal. Prescindimos de algo que nos parece indispensable para el disfrute, algo poderosamente atractivo, necesario, para nadar en la insipidez. Pero si nos damos tiempo suficiente para hacer unos largos, empezaremos a notar el sabor. Es así, la única manera de que nos acostumbremos a todos los matices, todos los sabores suaves y débiles que nos dan un placer diferente, que con paciencia aprenderíamos a degustar. A nadie le gusta el vino cuando es pequeño. Pero el sabor añejo es impagable. El sabor del amor real es un regusto amargo de desidealización, de aceptación de los errores y los defectos del otro, de sangre de dudas con las que tuvimos que acabar. Un sabor que hay que macerar.
¿Y quién no tiene miedo a no poder sobrevivir a ello? Pero ya hemos abierto la puerta. Ya no estamos solos. Vemos la luz del sol de mediodía y no el fino y amarillento haz que se cuela por los resquicios entre el zócalo y el marco. Todo por poder seguir viendo la luz, junto a ella, en el balcón del amplio futuro.
Méceme, le pido a la brisa que acaricia mi rostro, haciendo que olvide mis rezos y mis ruegos para que el futuro no depare una ráfaga de aire que me cierre la puerta.

"Quien pueda evitar el paso del tiempo, que lance la primera piedra"

Bienvenida de nuevo, sra. Inspiración...*