martes, 20 de octubre de 2009

Sueño real

Y vuelves y te vas en madejas
De tiempo ensombrecido,
En delirios adscritos a mis párpados.
Y abro los ojos como quien abre una persiana
Lleno de esperanza, de abrazos ínfimos que son yo
Inalienable, descuidado, desaliñado.
Como quien quiere iluminar tu mundo con un candil
De aceite rosado y sangre joven, buen vino
Al que tu paladar seco y callado se acostumbra en cada ocaso.

Con mi barca navego zarandeado,
Lustroso de vientos descosidos.
Con mi góndola de andar por casa, entre sueños,
Veo que te acercas por la espalda y me apuñalas de placer,
Me susurras azúcar en la cueva de mis oídos
Y bronceas mi espalda blanca y reseca con tu mirada y tus manos,
Creando magia nueva en el desierto vasto de mí.

En un beso añejo capto una brizna de sospecha.
Abro la persiana.
De golpe.

Y no hay nada. Nada excepto estrellas y tú.
Tú estás en otra parte, quién sabe si conmigo
En tu propia góndola.
Lejos de mí. De mis manos engarzadas y arrugadas,
Mis alas encogidas por el esfuerzo de mirar a lo lejos.
Nos separa la vasta llanura helada de las sábanas,
Llena de arbustos y raíces negras, de pliegues desabridos e indiscretos.

Y te conviertes en un ciclo de mi cabeza.
Cuando cierro la persiana te veo,
Proyectada en el interior de mis párpados,
Saliendo de la imagen como una sirena para volver a susurrar paraísos.
Y estiro del collar que me ata al sueño agobiante.
Pero soy perro de interior, la puerta está cerrada.
Mi ama no agradece, y yo enredo la lengua en mi dependencia de ella.

Y una vez y otra me siento y me levanto,
Sigo el ritmo de la noche y el sudor frío,
Viviendo una pesadilla cada vez que me despierto.
La bola de nieve sigue cayendo tras el telón, ciego.

Suenan los tambores, el niño-púber va a romper las semillas.
Las va a echar al río.
Quiere que crezcan nuevas felicidades, nuevos cariños. Un igual.

Ya no sé. Miro hacia abajo o hacia un siempre.
Y sé que soy, pero no sé si estoy del lado correcto.
Quizá no se esté asando bien mi carne
Y me quede crudo por un lado,
O demasiado hecho por otro.
Debería cuidar mis brasas.

Puedo ver mis inviernos de lana
Ahora, pero sé que luego no recordaré
Cuándo nevaba en mi alma.

Dan~.

martes, 6 de octubre de 2009

Nudos


Érase, porque así se quiso que fuera, y sin lugar a dudas, un niño. Un bebé. Un bebé al que su madre, como cualquier madre, amaba por encima de todo, sin motivo especial mas que ese vínculo incondicional por todos conocido. Su padre y ella jugaban con él, hacían muchas cosas juntos, y por supuesto, siempre le amaron.
Pronto, el niño comenzó a hablar. Y cómo hablaba. Hijo único y sin primos que le eclipsaran, pronto abarcó con su inocente sonrisilla la atención de todos los que le rodeaban. Sus padres no podían estar más orgullosos de él. Padres sabios, estudiosos y amantes de lo culto, grandes filósofos, veían en su hijo un cerebro admirable. Su hijo era inteligente, y ellos no escatimaron halagos para él. Era el regalo del cielo que nunca imaginaron.
Así, él iba creciendo, arropado y querido, el centro de su propio universo. Sin embargo, pronto cambiarían las tornas. Su padre, quien poseía un desvencijado y desordenado cerebro lleno de todo tipo de conocimientos, acudía todos los días a un lugar mágico que el niño desconocía, a ordenar su cabeza. Aquél sitio (que su madre llamaba "universidad") ocupaba la mayor parte del tiempo del hombre que el niño más admiraba. Y su madre... Su madre no estaba. Ella le cuidaba, le daba de comer, le acompañaba a la guardería, pero no estaba. En ciertas ocasiones, pese a sus denudados esfuerzos, se quedaba tirada en un sillón como muerta, y no era capaz de moverse ni sonreír. Vivía en un pozo que para el niño era inimaginable, una sombra de deseos mal hechos e ilusiones al contado, un dolor de una vida entera. Para el niño, esto era un pequeño horizonte de sucesos, una extraña afección que le robaba a su madre.
Y él, siendo el pequeño principito de día, era destronado de noche. Y en su cabeza, las ideas se entrecruzaban, y formaban nudos. Nudos que después serían difíciles de desenredar. Él pensó. Y sintió. En el fondo de su alma, llegó a la conclusión de que se le quería por lo que hacía, por ser inteligente. Y su seguridad fue apoyándose por completo en ello. Sin darse cuenta, el niño dejó de aceptar que le amaran. Él no se sentía digno de ser amado, y en algún rincón de su alma, no podía soportar fallar, pues eso suponía perder todo rastro de amor. Se convirtió en alguien que no falla. En un ser que compitió siempre que pudo, que no soportaba perder jamás, que nunca permitió que algo fuera imperfecto si él podía evitarlo. Era cariñoso, gracioso, bueno con todos y sobre todo, inteligente. Eso no podía faltar, tenía que ser inteligente. Pues para él, su madre en aquellos antiguos momentos, le olvidaba, dejaba de quererle. Si él no hacía nada, nadie le querría.
Tuvo mentores que lo guiaron por las sendas del conocimiento, y de qué manera. Tuvo compañeros que le odiaron, y compañeros que le siguieron. Sufrió golpes, pasó peligros, superó temores, alcanzó éxitos, hizo historia en su propia historia. Todo aquello fue reforzando las raíces de aquello con lo que ahora convivía, y cuanto más se esforzaba, más parecían quererle. O eso creía él.
Pronto, su coraza de patito feo se resquebrajó, y dejó paso al cisne que nunca imaginó ser. Encontró a compañeros con los que hablar, un lugar en el mundo exterior donde era aceptado sin ser juzgado. Encontró a quien amar, o a quienes. Cometió errores, y aprendió de ellos. Fue abriéndose paso de manera razonablemente feliz en su propia vida, y acabó donde había partido. De pronto, se encontró siendo el centro de atención. Parecía que la gente le quería. Pero algo en su interior se revolvía, daba patadas contra su cabeza, le arrancaba los párpados a marchas forzadas y movía su lengua para mantener el tipo. Poco a poco se iba hundiendo a si mismo, porque tanto esfuerzo para hacer que le quisieran, le estaba agotando. Cuando le abrazaban, sin poder evitarlo, sentía que en realidad no se lo merecía; cuando todos le rodeaban y le miraban, inconscientemente creía ver en sus pupilas una exigencia, que estaba obligado a dar la talla, a ser lo que debía ser para que todos le quisieran.
Y se fue alejando, quedándose solo, olvidado. Haciendo daño a aquellos que le apreciaban. Esperando en un rincón a que el niño inteligente levantara la cabeza y viera que no se esperaba de él nada, ni estaba obligado a darlo.

El peso de ser poco corriente reside en las expectativas que se colocan sobre él...

Lo siento
Dan~