jueves, 27 de diciembre de 2012

Caen los muros

El metro. Gentío. Miles y miles de personas lejanas aisladas en sus burbujas de anonimato. Miro distraído a una joven lectora. Me mira. Retiro mi mirada: primera huida. Paseo mi vista por todos los que me rodean; descubro a un chico mirándome. Mira hacia otro lado: segunda huida. Poso mis ojos sobre unos iris color verde, que ella ha debido posar sobre mí casualmente al mismo tiempo. Corremos ambos a refugiarnos entre los párpados: tercera huida.

Quema el contacto. Todos estamos aislados en mundos completamente distintos, cada uno en su vida. Juntos en el metro, como desconocidos que son desconocidos y juegan a ser desconocidos. Todos tan personas, todos tan lejanos. Se besa una pareja en una esquina: ella, delgada, parece simpática, castaña, vivaz; él, fibroso, menudo, con rastas, relajado, algo andrajoso. Gira la rueda del mechero sobre la yesca, la chispa vuela sobre un abismo sin gas. Se siente el calor entre ellos, cómo se aman al mirarse. Tan comunes y tan sagrados en ese instante.

Y empiezo a verlo.

El abismo se llena de gas y la chispa cuaja, se expande en un beso al que siguen más. Besos que se contagian. Poco a poco, en la estación aparecen nuevas caricias entre labios ajenos, saltan más chispas, el entorno se prende en llamas. Una lesbiana cuarentona besa en el cuello a un feliz anciano con boina. Dos adolescentes se arrancan la camisa y sus cuerpos se envalentonan al verse. Uno a uno estallan en silencio. Una barrera se hace añicos en la mansedumbre del calor, sin florituras, sólo cayendo. Caen las barreras en añicos como las ropas fruncidas hacia el suelo. El aire arde y la tela sobra: marchan los abrigos como pájaros desconocidos hacia el andén, los vaqueros reptan bajo los bancos de mármol.

Al principio siento pudor. Me da vergüenza mirar los pechos de la guapa joven que queda más cerca de mí, me da vergüenza pensar que están todos desnudos, ¿qué demonios están haciendo? Estoy escandalizado, no me creo lo que estoy viendo. La joven se deleita en las ingles de una señora cuya impecable permanente vive una tragedia. La señora lame los tobillos de dos espigados negros que se besan. 

Una vez pasa la vergüenza, ésta es sustituida por el asco. No puedo evitar sentir repudio: el ambiente es sucio y nauseabundo. Mujeres deleitándose lamiendo pollas que brillan en el reflejo de sus ojos, hombres devorando añejas vaginas, improvisados grupos lésbicos masturbándose en un frenesí que tres panzudos pensionistas disfrutan observando. Adolescentes atravesando a mujeres que gimen desesperadas, hombres destrozando los culos de jóvenes y ancianos, embarazadas arrimando sus coños como quien se abalanza sobre la chimenea tras el frío. Oigo el sonido de las gargantas ahogadas, de la saliva entre las bocas, en los genitales, del semen corriendo por los esófagos, sobre las espaldas y los pechos.

Cuando no puedo soportar más semejante espectáculo, sus cuerpos comienzan a cambiar. Al principio no lo entiendo: se encogen. Pierden pelo, se alisan. Están volviendo a ser niños. Pronto cada uno de ellos es sólo un pequeño colegial, y juegan inocentemente a darse besos, a abrazarse. Al final, tan sólo queda de la masa de carne un grupo de diminutos bebés que no paran de reírse. Todos se miran y se ríen, se tocan la cara torpemente, se sorprenden. Lo veo en sus grandes ojos: tan iguales y felices.

Y de pronto caigo en que ya no siento asco; no siento vergüenza ni estupor. Ellos sólo se estaban amando, como iguales, como personas. Todos habían vuelto a ese lugar del que todos provenimos y en el que todos podemos reencontrarnos. Me percato de que soy el único que se ha quedado mirando, pensando, describiendo: lo que siento es envidia.

Toco mi rostro: estoy llorando.

Llega el metro. Cojo mis piernas, las dirijo a la puerta. La chica vuelve a mirarme; cuando la busco, se retrae entre otros. Ya se oyen los frufrús de los abrigos que corren para entrar al coche, la indiferencia sorda y tensa de las burbujas anónimas.
Vuelvo a mi casa. Solo.

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