lunes, 13 de julio de 2009

Infancia

Es triste pero cierto.
Todos crecemos. No hay excepciones. Ni anclajes fáciles en el pasado. No hay problemas que puedan sortearse como vallas o piedras, no hay cristal que no corte si tocas su filo. Todos nos hacemos mayores.
¿Quién no ha deseado volver atrás? Ser un niño es el mayor de los regalos. Ser niño es como una de esas pequeñas muestras gratuitas de los productos de cosmética: una diminuta porción de felicidad para demostrarnos lo que la vida puede llegar a dar. Eso sí, como todo, para conseguir el producto al completo, la felicidad, hay que pagar. Y para ello hay que trabajar. En la vida llueven palos que no estamos esperando, el color rosa se destiñe en la lavadora, los cuentos de hadas se pierden en las estanterías, y allí se llenan de polvo. El tiempo es polvo, son agujas de relojes que agrietan y resecan nuestra ilusión, nuestra inocencia. Y sigue lloviendo fuera, podemos verlo desde el balcón del cuarto de juegos. Llueven palos que no estábamos esperando. Y nadie nos ha dicho nunca que no hay paraguas para eso.
Cada año que pasa, aprendemos más y sonreímos menos. Cada año que pasa, cala más hondamente en nuestras cabezas el concepto de lluvia. Hay que mojarse. Es ley de vida. Nuestra ilusión e inocencia andan resecas y agrietadas, débiles. Cualquier golpe en esa lluvia las destrozarán en mil pedazos.
Y se van.
Podemos ver perfectamente cómo esos pedacitos se hacen parte del polvo. Peter Pan nos esperaba en Nunca Jamás, pero hace tiempo que salió el último tren, hace años que nadie imprime un mapa de cómo llegar. Peter Pan anda congelado en una caja de cartón, huyendo de la lluvia. Pero hasta él en el fondo sabe que es como los demás. Que tendrá que afeitarse, que un buen día descubrirá que le gusta el café solo. En el fondo, en secreto, todos guardamos algo, en una pequeña bola de cristal. Como una cápsula del tiempo, allí guardamos todo lo que nos cabe de nuestra infancia para que no se pierda. Pero tantas y tantas veces perdemos la ilusión, que nos olvidamos de la bola.
Cuando la encontramos, es triste. Es transparente, frágil, sensible. Es dulce. Cuando la agitas, miríadas de recuerdos irisados flotan por su interior y vuelven a posarse tranquilos, como nieve. Podemos ver a los pequeños caballitos de cristal y el palacio de juguete, allí inmóviles, como si el silencio les hubiera hecho pararse a escuchar para siempre. Todos los recuerdos se posan en el fondo con un ruido sordo.
¿No lo sabéis?
Así es como un día miramos atrás y vemos que hace tiempo que empezamos a dejar de ser niños. Que hemos terminado creciendo como todos. Que al parecer las hadas ahora trabajan en oficinas, que los príncipes ahora invierten en bolsa, que los juglares aventureros se buscan la vida entre contratos basura y trabajos sucios. Y descubrimos que si no agitamos la bola, los recuerdos se emborronan, los caminos se difuminan. Porque poco a poco, todo ha cambiado sin que pudiéramos verlo.
Ahora no siempre los buenos ganan a los malos. Ahora, no siempre acude un salvador a ayudar a los heridos. Ahora, no siempre el héroe se casa con la chica. Ya nadie sabe cocinar perdices, nadie sabe cómo montar sobre dragones ni dónde encontrar pequeños unicornios. Ahora, el tiempo de ocio y felicidad no es infinito.
Ahora, los malos sobornan a los buenos. Ahora, los heridos mueren de hambre e infecciones, porque los salvadores están negociando con sus vidas. Ahora, el héroe ve cómo la chica se interesa por quienes aparentan y no tienen nada que ofrecerle, cómo le abandonan porque él tiene un caballo, pero ellos tienen moto. Ahora, sólo se comen hamburguesas y pizzas. No hay tiempo que perder.
Ya no lloramos, porque sabemos que nadie vendrá a consolarnos. No sirve de nada quejarse, debemos seguir hacia delante, pues al fin y al cabo estamos vivos y eso es lo que importa. Ser fuerte acaba convirtiéndose en una costumbre de la que uno no puede deshacerse fácilmente. La armadura que usamos para salir a la calle se oxida, y acabamos por no poder quitárnosla. Vivimos tristes dentro de nuestra pesada armadura, jugueteando con la bola de cristal con nieve dentro, esperando que alguien venga a ayudarnos con nuestra carga. Esperando a alguien que sepa quitarnos la armadura. Esperando. “Perdone, podría usted hacerme el favor de tirar un momento de aquí? Bien gracias, ahora, ¿podría mover eso y esto así? Bien, bien, ya casi está…” Pero nunca es tan fácil, nunca viene alguien a desengrasar los goznes de tu visera siquiera. Porque todos tenemos la visera echada. Porque, ¿cómo fiarse de alguien a quien no ves, envuelto en su propia armadura? Confiar se hace duro, es más fácil seguir solo aquí encerrado. Casi estamos acomodados. Casi.
Cuando nacemos, todos somos feos. Todos somos pequeños. Extraños. Llenos de sangre, amoratados, llorosos. Y no sabemos nada en absoluto. Nacemos como discos en blanco, esperando a ser escritos. Somos iguales. Hay que aceptarlo. Cuado crecemos, todos nos hacemos guapos a nuestra manera. Nos especializamos en cosas, aprendemos a hacer ciertas actividades mejor que los demás. Dedicamos nuestro tiempo a perfeccionar, a mejorar nuestra imagen, nuestra vida. Nos diferenciamos. Cuando somos mayores, la única posibilidad de conseguir vernos iguales, es darnos cuenta de que todos estamos en la misma situación. Encerrados. Guardamos una foto de nosotros mismos por cada año que pasa en nuestra bola. Recuerdos de feto, inocencia de bebé. Todo era suave y bueno antes. Y todos somos iguales en el interior. El hecho de ser todos diferentes, nos hace, al final, iguales.
Pero los Reyes Magos han dejado de venir, Papá Noel no tiene chimenea por la que entrar, el ratoncito Pérez ya no tiene trabajo, ni siquiera sabe empastar muelas. Los que lo hacen por él dan la vuelta a nuestros bolsillos y a la lógica. Todo aquél que puede te roba, te tima, te estafa. Te apuñala. Si sólo por un momento, pudiéramos alcanzar la bola de cristal de los demás y agitarla con delicadeza… ¿Quién no quisiera volver a disfrutar de aquél extinto regalo? Nos refugiamos en la emoción, en la inspiración de donde surgen estas palabras, para intentar que a los demás les llegue, en un pequeño remolino, una parte del movimiento que hay en nuestra bola. Empatía, lo llaman aquéllos que a todo le ponen nombre. Clasificar ayuda a ordenar. Y con orden, todo es más fácil de sobrellevar. Más impersonal. Más adulto. Siempre más.
Y así tiramos los juguetes. Nadie va a utilizarlos.
Así es como acabamos mirando a los niños, con una mezcla de nostalgia, rabia, alegría, tristeza, conmoción, envidia, vergüenza, ira, felicidad… Hay quien acaba por no soportar a los niños. Pero gente que se engaña a sí misma, la hay por todas partes.
Todo esto es triste, pero cierto.

Pero hay algo que todos deberíamos saber.
Hay algo que tiene una consistencia de fluida esperanza para todos.
Hay algo que pocos recuerdan, mientras hunden la cabeza en la rutina.
Nunca es tarde para ser un niño.
Otra vez.

2 comentarios:

  1. Ser niño es como una de esas pequeñas muestras gratuitas de los productos de cosmética: una diminuta porción de felicidad para demostrarnos lo que la vida puede llegar a dar.




    GENIAL. ME ENCANTÓ EL BLOG ♥
    BESOTES! :)

    ResponderEliminar
  2. Esta es la ostia Danny y lo seguiré diciendo durante toda tu vida y el resto de la mía, que lo sepas xD

    Te quiero.

    ResponderEliminar